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  • Foto del escritorEditorial Páramo

David Robisco, ganador del Concurso de "El valle de la princesa gris"


Además de presentar la obra, el sábado 20 de febrero en Beer Station, también agradecimos a todos los participantes los textos que nos enviaron para concursar en nuestro juego sobre El valle de la princesa gris. Sobre todo a uno, David Robisco, ganador del modesto premio, que tuvo el detallazo de estar con nosotros y leer su escrito, que es éste:

Jaime la observó con un atisbo de preocupación en su mirada y evitó la respuesta con una absurda excusa. No todo debía ser contado.

El día continuó entre andamios, escombros y papeles pintados. La luz de un crepúsculo débil, gris, bañaba el pórtico de la casa cuando oyó arrancar la furgoneta de los obreros.

—Bueno, por hoy ya está bien —dijo Amador entrando en el salón—. Mañana intentaremos acabar la fachada norte, la que da al río, pero no te lo puedo garantizar.

Elsa se lo agradeció y se preparó para marcharse. No le apetecía estar en el caserón cuando cayera la oscuridad, especialmente después de lo que había pasado la noche anterior. Amador permanecía en el quicio de la puerta tras haberse despedido, como si no quisiera marcharse sin añadir algo. Se giró a medias hacia la joven.

—Por cierto, ¿hay algún sótano en la casa?

—No que yo sepa —dijo Elsa—. Tú tienes los planos.

—No aparece nada, pero también es verdad que antes se construía de otra manera, la gente ponía, quitaba… Los planos eran solo una referencia. Lo digo porque una de las paredes de la biblioteca se ha venido abajo mientras picábamos… y ha aparecido un hueco —que no existe según el arquitecto— a través del cual parece que se ve una escalera. Te hemos puesto un plástico para que no haya más corrientes y para que no entre ningún bicho.

«Ni salga», pensó la joven sin saber muy bien por qué.

—Elsa, ¿te has preguntado alguna vez por qué nadie de Iglesiapinta, excepto ese Jaime que está loco por ti, quiso trabajar en la reforma del caserón? —inquirió Amador a bocajarro.

—Consejas de vieja. —Reflexionó en voz alta mientras recordaba cómo había tenido que ir hasta Burgos para contratar a los obreros.

—Tienes que saber que se cuenta una absurda leyenda sobre este lugar. Hace ya medio siglo vivió aquí la que llamaron “la última bruja”. Hablo de memoria, pero creo que dicen que se enfrentó a un poder maligno mucho mayor que el suyo, que logró confinarla y encerrarla en una estancia secreta para siempre. Aquí —dijo haciendo un gesto con el dedo señalando a su alrededor—. Son solo absurdeces, pero pensé que debías saberlo —apuntó antes de marcharse.

Amedrentada, se dispuso a recoger rápido sus cosas para marcharse a la Posada Arroyociego, donde pernoctaba hasta que el viejo caserón estuviera habitable. En ese momento lo oyó. O mejor dicho, lo volvió a oír. De nuevo ese rítmico sonido, ese tam, tam… portazos, o el latir de algo que dormía en la casa. Supo que debía ignorarlo y salir corriendo, pero un impulso más fuerte, que parecía venir de muy lejos, le inyectó el coraje necesario para quedarse. Con paso cauteloso se deslizó escaleras arriba y comprobó de nuevo puertas y ventanas. Nada. Ya más envalentonada se paseó por la planta baja inspeccionando cada rincón. Nada. Pero sabía que le faltaba un espacio. Sí, ese al que no quería ir. La oquedad en la biblioteca. Se acercó sigilosa. El plástico continuaba intacto, pero una de las esquinas se había despegado ligeramente, de modo que se asomó. La oscuridad se había enseñoreado ya de la casa y se ayudó del móvil para ver algo. Efectivamente, había unas escaleras. Decidió acabar con aquello de una vez por todas y arrancando el plástico descendió unos peldaños hasta dar con una puerta mohosa, de madera vieja como de iglesia y aherrojada con una barra metálica y un candado. Parecía llevar siglos cerrada.

Un candado. Una llave. Temblaba ligeramente cuando introdujo la mano en el bolsillo, y todo entonces se desdibujó en su mente como si formara parte de un sueño, como si su voluntad hubiera sido subyugada para cumplir un designio. Cuando entornó la puerta, un agradable aroma a ropa vieja y colonia de bebé le acarició el rostro invitándola. Lo que vio cuando terminó de abrir, le congeló el aliento en una mueca de incomprensión: sentada en un poyete de piedra, perfectamente engalanada para salir el domingo, tocada con un sombrero de fieltro y con una vieja maleta a sus pies, una anciana parecía estar esperando a alguien, o a algo.

—Pensé que nunca vendrías, Elsa. Soy Mila.

Un indefinido lapso de tiempo después, la joven, tras haberse desmayado, se encontraba tumbada en el sofá con un paño frío sobre la frente, mientras la extraña anciana había preparado una cafetera y no cesaba de charlotear sobre lo inadecuado de algunas de las reformas que se estaban haciendo, cuanto no del mal gusto estético de las mismas.

Trató de incorporarse mientras alargaba el brazo para tocar a la aparición, sintiéndose parte de un sueño vaporoso.

— ¿Eres un… fantasma? —preguntó tragando saliva, a punto de tocar ya su cuerpo.

—No te lo recomiendo —dijo tajante la supuesta Mila—. Si tu mano atraviesa mi cuerpo, el simple hecho de asumir que soy un fantasma podría destrozar tus nervios, mientras que si tocas carne y huesos ¿con qué horror admitirá tu mente que un ser vivo ha podido permanecer encerrado allá abajo cincuenta años? Sobre todo teniendo en cuenta la humedad que hay —añadió guiñando un ojo—. Digamos simplemente que estoy aquí.

Elsa sintió un nudo en el estómago mientras cogía sus cosas para marcharse, aterrada. ¿Estaba viviendo un sueño, o realmente había un fantasma (o algo peor) preparando café en su cocina? Todavía no se explicaba muy bien lo que estaba aconteciendo, pero sabía dónde encontrar respuestas. Cerró la puerta tras de sí, y se dirigía hacia el viejo puente cuando oyó una voz desde el interior:

— ¡No vuelvas tarde a casa! Hay que ver cómo son estos jóvenes…

Jaime le esperaba en el bar de Florián, con el ceño fruncido y gravedad en el semblante tras la llamada que acababa de recibir de su amiga.

— ¿Te encuentras bien? —preguntó casi a modo de disculpa.

—No me voy a marchar —dijo Elsa de manera brusca sentándose frente a él— hasta que me cuentes toda la maldita historia que hay alrededor de mi casa, y qué demonios le pasa a este pueblo.

—Está bien —suspiró Jaime—, espero que no te arrepientas.

»En este valle, desde tiempos inmemoriales han convivido en relativa harmonía las fuerzas del bien y las del mal, como una especie de último bastión de la época en que la magia y las creencias en lo sobrenatural eran comunes entre los pueblos de España.

»Pero hace unos cincuenta años, la llegada de un hechicero negro, Ghotyam Baal, expulsado de la Alta Orden de Astarté, lo cambió todo. El equilibrio se rompió.

Elsa escuchaba embelesada esa especie de cuento de fantasía, sin saber muy bien si Jaime le estaba tomando el pelo.

—Ghotyam se enamoró locamente de una de las jóvenes del pueblo. Decían que su belleza era deslumbrante, como de otro mundo. Y no les faltaba razón, pues era una bruja poderosa. Pero su corazón pertenecía ya a un hombre, a un simple mortal…

—Mila…

—Exacto. La primera mujer de tu tío. Una bruja buena para que nos entendamos.

»El hechicero, a pesar del rechazo de Mila, cuya única fijación era mantener el equilibrio de fuerzas entre el bien y el mal, siguió acosando en las sombras a la bruja. Soñaba con perpetuar su especie y ¿quién mejor para ello que una mujer cuyo poder solo era equiparable a su belleza? Su descendencia dominaría el mundo, ejercería una supremacía incontestable ante los simples mortales.

»Pero la ambición sin límites de Ghotyam se tornó en locura cuando Mila se quedó embarazada de tu tío. Sus planes, su futuro, todo desbaratado. La demencia le poseyó y atacó frontalmente a la bruja. Se produjo la mayor batalla entre fuerzas sobrenaturales que jamás se había visto en el valle. Durante tres días los rayos sucedieron a las explosiones, los truenos al bramar de los aquilones huracanados. Parecía que el mundo tal y como lo conocíamos se estaba acabando, que nada sobreviviría a esa lucha ancestral. Pero al alba del cuarto día, en un amanecer de esos grises en que el sol no se atreve a asomarse por la línea de las montañas, se desveló el resultado. Mila, debilitada por el embarazo, había perdido la épica batalla y la simiente de vida que portaba en sus entrañas.

»Ghotyam no logró acabar con la hechicera, pues no era tan poderoso, pero consiguió encerrarla para siempre en una oscura mazmorra y enterró la llave…

—En el viejo caserón…

—Sí. Ahí es donde cuenta la leyenda que la atrapó. Pero no acabó ahí la historia. Todavía entre los rescoldos humeantes de la batalla, y preso de un rencor sin límite, el nigromante hizo que desaparecieran todos los niños del pueblo menores de cinco años. En total fueron cuarenta. Nunca se volvió a saber de ellos, pero las madres —las únicas que sobreviven aún son ya ancianas—, siempre han dicho que los árboles que flanquean la vereda del puente aparecieron ese mismo día como por arte de magia, y que son sus pequeños, a los que el brujo transformó en criaturas vegetales. Si te paras a contarlos, veras que son cuarenta.

—Y un rosal…— añadió la joven, conmovida.

—Sí, un rosal que da rosas negras. Se cuenta que es el hijo nonato de Mila. Desde entonces vivimos en esta grisura perenne de páramo enfermo —hizo una breve pausa y respiró hondo—. Te dije que podía no gustarte.

En la cabeza de Elsa todo había empezado a dar vueltas de tiovivo acelerado: el viejo caserón, la anciana —o el fantasma de la misma, o la bruja—, que se había aparecido esa misma noche, niños convertidos en árbol...

—Elsa ¿me estás escuchando? Te digo que no creo que sea buena idea continuar con la reforma de la casa.

—Yo… la verdad, ahora, no sé qué decir —parecía turbada mientras se dirigía a la puerta haciendo un gesto de despedida.

Entonces lo oyeron. Un bramar horrísono de truenos invadió el espacio, columnas de fuego rajaron el aire en verticales infinitas. Se estaba dirimiendo de nuevo una lucha. Se escucharon invocaciones en lenguajes desconocidos, las columnas se convirtieron en árboles ígneos que formaron un bosque de magma a cuya sombra infernal, a miles de grados, cada vez que uno de los contendientes ganaba un metro de terreno se creaban grietas, simas profundísimas como surcos abiertos en la carne de la tierra.

Tras varias horas de batalla, de repente todo cesó. El espacio se tragó el fuego. El silencio se tragó los estruendos y el fragor del combate se convirtió en el vacío, la nada. Esa nada que tapona oídos y provoca un zumbido en la cabeza por su propia intensidad.

Elsa y Jaime se miraron, y sin mediar palabra salieron corriendo hacia el viejo caserón. Casi sin aliento, Jaime hizo la última confesión:

—Solo una cosa más sobre Ghotyam. En el valle le conocemos por su nombre humano… Godo.

Antes de llegar a la casa, junto al rosal que daba rosas negras, encontraron el cuerpo tirado y malherido de la anciana Mila. Parecía haber atravesado el ojo de un huracán, y su frágil cuerpo sangraba por numerosas heridas. Alcanzó a pronunciar unas palabras entre susurros:

—Los niños —gimió mirando hacia los árboles—, ¿están bien? —Luego se desmayó.

Los jóvenes la transportaron en volandas hasta el caserón. La recostaron en la cama de la habitación principal y le curaron lo mejor que pudieron. Aunque respiraba débilmente, permanecía sumida en una inconsciencia casi majestuosa. No parecía necesitar nada más.

A pesar de lo extraordinario de los acontecimientos de las últimas horas, Elsa y Jaime cayeron también en el sopor de un sueño cálido y reparador. No pudieron evitar dormirse en el sofá del salón.

Cuando la joven despertó, las primeras luces del alba entraban ya por la ventana. El olor a café y a madalenas recién hechas le reconfortó. La mesa de la cocina estaba puesta para tres. Tazas humeantes. El fuego encendido.

—No sabía si os gustaría pero me he permitido la confianza de preparar algo de desayunar.

La anciana estaba allí como si siempre lo hubiera estado. Se movía ágil de un lado a otro mientras le echaba un vistazo al horno o avivaba el fuego. Elsa la miraba asombrada, aunque se alegraba de su milagrosa recuperación.

— ¿Todo ha acabado? —preguntó titubeante Elsa, aunque no estaba segura si quería oír la respuesta.

Mila le miró por unos segundos. Las arrugas de su rostro reflejaron una tristeza de siglos.

—No. Nunca acaba. Este valle vuelve a ser un lugar mejor, pero es el último reducto de un mundo olvidado. Allá afuera, fuerzas extrañas movidas por la codicia y la ambición humana, ansían destruirnos, o sea que no, esto no ha acabado. Queda mucha magia por hacer, pero bueno, a eso nos dedicamos las brujas ¿no?

—Ahora que has restaurado el equilibrio… ¿te irás?

— ¿Bromeas? He venido para quedarme. Este es mi hogar… Y además, creo que te va a hacer falta que te eche una mano con la reforma. No te ofendas pero tienes un gusto horrible. ¡Oh Dios! Esos papeles pintados…

Continuó su cháchara incesante entre el burbujeo de la cafetera y el chisporroteo de los leños en el fuego. Fuera, la niebla estaba empezando a levantar y los primeros rayos de sol calentarían el valle enseguida. Elsa esbozó una ligera sonrisa, y pensó que a lo mejor no era tan mala idea tener a una bruja en casa.


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